cuántas veces la nieve ha descendido
hasta cubrir el gris de vuestras tumbas.
Cuántas veces la lluvia ha golpeado
vuestros nombres en piedra bajo cruces
sencillas como casas de inocentes.
He querido contar
días, vidas, encuentros, alegrías.
He querido contar las oraciones,
besos, riñas, desdichas.
Lo que cuentas no muere. Lo que recuerdas vive.
No quiero vuestra muerte,
no quiero vuestra entrega y sacrificio.
No. No la quiero.
No quiero esas nubes invernales,
esos árboles de ramas desnudas,
esos setos rojizos.
No. No los quiero.
No quiero un cielo denso de cemento,
un suelo mortecino,
hierba cortada y seca,
el jardinero que fuma a escondidas
un poco más allá de las cruces sencillas.
Una vida intranscendente, perdida,
olvidada de principios y honores,
de serios compromisos.
Olvidada de ese sol postrero a la tarde
cuya luz te roza el rostro un instante,
como si Dios acercara sus labios
a tu mejilla, a tus ojos y frente.
Esa luz es una vida,
la vida que dejas por esta tumba,
las ramas de abeto sobre la piedra,
el seto rojizo, la cruz sencilla.
¡Devuélveme a la vida tú que me amas!
Déjame disfrutar una vez más
del tibio sol de febrero,
una larga mañana de domingo,
el olor del jazmín en el verano,
el aire de las cumbres en la cara.
Tú que me amas, sácame de la tumba,
devuélveme a la vida que perdí.
...
Tú que me amas, ¡ayúdame!
Dame fuerza en el último momento
para ver más allá de nuestras muertes
el mundo que mis amigos tendrán,
las ramas de abeto, la cruz sencilla,
el seto rojizo, la piedra gris,
la calma y la felicidad de muchos,
tranquilidad serena, risas, paz.
Tú que me amas, extiéndeme la mano,
no me dejes partir en soledad.
Tú que me amas, que no muera el recuerdo.
Siéntate a nuestra vera,
cuenta los copos de nieve que caen
sobre los nombres grabados en piedra,
ten paciencia y mira cómo la lluvia
se desliza y moja la tierra negra.
Reza las oraciones que aún sepas.
Imagina las vidas que entregamos.
Cuenta, cuenta.
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