Esas habitaciones clausuradas,
con vistas a jardines otoñales,
polvo, hojas de papel en el suelo,
el cristal de una vitrina abierta...
Afuera llueve, pero tú has cerrado
la puerta de la estancia.
No volverás a ver las hojas en el suelo,
las ramas de los sauces movidas por el viento.
El sillón de nuevo no será asiento.
La mano apenas roza la madera,
Lo que hay tras ella ya te has ajeno.
Tu corazón se ha hecho más pequeño.
Cada cuarto que cierras,
emboza tu alma, te quita un sueño.
La vida sin paisajes es sencilla.
Uno y otro latido se separan,
las palabras no suenan,
mueren entre el paladar y la lengua.
Pronto desaparecerán también
de las entrañas y de la cabeza.
La casa está en silencio.
Te reconforta el frío que penetra
hasta los huesos por la piel abierta.
Vuelven aún aquellas horas de algarabía,
de carreras y gritos, de sutiles desdichas.
Claridad matinal que atraviesa el pasillo
cruzando las ventanas y los quicios,
reflejos de amapolas en los muros.
Recuerdas entenderlo casi todo
y casi todo, entero, compartirlo.
Ahora las puertas están cerradas.
Una vida entera no bastaría
para que la luz llegara a alcanzar
el muro impenetrable de lo que fue mi hogar.
Ser oscuro y callado,
flotar en el vació,
y dejarse llevar.
Ninguna tristeza te romperá,
no habrá dolor que te llegue a matar
ni fracaso que te haga llorar.
Vivir
sin esperanza que te decepcione,
sin alegría que puedas perder,
sin el temblor de un secreto placer.
Las habitaciones abandonadas;
un pasillo, un cuarto, también un baño;
un pequeño universo.
Ser otro que sospechas en tu alma,
permitir que te arrastre el no existir.
Parece sencillo ser sin ventanas,
clausurar las estancias y dejarse llevar.
El vértigo de no volver a entrar,
de olvidar los papeles en el suelo
y las ramas de los sauces al viento.
Parece tan sencillo...
No hoy, quizás mañana.
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