Calígula extendió su mano fría
y rodeo la mía.
La mano que había hecho ministros
a unos cuantos
más dignos del establo que del cargo.
La mano que no tembló en la traición,
que soportó el engaño,
que dejó abandonados
a tantos que no lo hubieran pensado.
Calígula sonrió
y vi sus dientes perfectos y blancos,
su cara maquillada,
el pelo bien peinado.
Calígula me habló,
como con los otros había hablado.
Silbó el aire entre los dientes blancos,
susurró palabra que con malvados
había practicado.
Calígula se fue
y me dejó pensando.
Pensando en servidores destrozados,
en los asesinos glorificados,
en los justos de los que se olvidaron.
Pensando en este país arrasado,
en la división y el odio sembrados,
en los perversos que él ha encumbrado.
Maldito el protocolo
que ha tanto me ha obligado.