Escribieron en piedra
"paz", "libertad", "palabra".
Enlazaron tu nombre
con la negra fecha de oscuridad.
Taparon tus restos con una losa,
dejaron fuera el llanto,
los paseos tranquilos a tu vera,
las horas con los hijos,
brisa, nieve y lluvia, algunos abrazos.
Sabes que desde entonces,
comienza a contar del olvido el término.
Llegará el momento en el que nadie ponga
rosas rojas a los pies de tu tumba.
Tus hijos y los suyos morirán,
el tiempo borrará tu noble rastro,
el recuerdo se desvanecerá.
Pero entretanto...
tu lecho ha de ser de la paz santuario;
tu nombre, llamada a la libertad;
tu vida y muerte; clamor de igualdad.
Ha de ser -entretanto- tu sepulcro
hogar y fortaleza de los buenos,
resguardo de los que luchan y sufren,
símbolo de unidad.
Las palabras que entonces se grabaron
como campanas han de resonar.
Esa sepultura no es solo tuya,
no es solo de tus hijos o tu viuda;
de tus amigos, de tus compañeros.
Esa sepultura también es nuestra,
y aquellos que la manchan o profanan
a todos nosotros es a quien matan.
Qué triste y miserable se ha de ser
para la casa de un muerto ensuciar.
Cuánta maldad encierra
lanzar a las lágrimas excrementos,
emborronar la piedra que acarician
quienes una mano ansían rozar.
Cuánto odio se esconde
en quien no deja a los muertos en paz,
en quienes quieren que sufran los vivos
que no pueden sufrir más.
No nos hagas, mi Señor, como ellos,
que, como ha dicho Sara, mantengamos
el dolor por los dolores ajenos,
el amor, la verdad.
Consérvanos, Señor,
lo que nos hace humanos.
Danos las entrañas para llorar,
corazón para saber perdonar,
convicción para nunca abandonar
y fuerza para, juntos, ser capaces
de llegar al final.