las ruinas de Palmira
destellarían bajo las estrellas.
Pero no hay ruinas, ya no las hay.
Gota a gota, la sangre desciende por los muslos,
crece y se embalsa
hasta llenar subterráneas ciénagas,
colmarlas y ascender
hacia la oscuridad primordial.
Sal con agua y rubíes,
brillan en el cielo las gotas suspendidas
y caen como lluvia
sobre el solar
que fue una ciudad.
En las calles de Palmira también
hubo dolor y sangre insatisfecha
como ahora la hay.
Envuelven los cadáveres en mantos
que deambulan cubiertos de polvo,
arrancados los ojos,
cerrados los labios, manos segadas,
mundo amputado,
el crimen ancestral.
El dolor es mudo y crece,
crece sobre tierras, sobre ciudades;
se dilata el dolor sólido
que no nos llega.
Un niño muerto al lado del camino
no es ya nada en el mundo...
Pero su padre ¡ay su padre!
Odiará y el dolor
al cielo de rubíes llegará;
desgarrará,
romperá nuestros oídos
en silencio mortal.
Ese desgarro nos hará mirar
las niñas torturadas,
las mujeres cegadas,
los niños enterrados.
Ese día entenderemos
que las ruinas de Palmira
no valen el clítoris de la niña
que indefensa suplica,
mientras una madre,
impotente y vencida,
entre lágrimas grita
la pérdida del gozo que su hija
no podrá ya soñar.
¡Oh, tristes odios imperecederos!
(Fotografía Fernando López)