Se arreciman encogollados sobre ocres barras de hierro
y gritarían su desesperación al viento
si éste aún soplara entre las basuras y los excrementos.
Un cielo oscuro contra un mar negro,
la noche sin luna abre su boca lechosa
y deja caer su lengua sobre las cosas.
Desvergonzada y desdentada lame
el alquitrán y la piedra,
saliva en la chupa negra.
El mundo se rasca los piojos apelotonados en su cabeza,
como manadas de cebras
huyendo de uñas grasientas.
Crecieron, se multiplicaron y movieron,
llegaban hasta el mar y se preguntaban
¿no hay más? y allí se amontonaban.
Perdieron el recuerdo del calor de los bosques,
del sabor de la sangre fresca de las manzanas.
Olvidaron el crepúsculo en las tendidas praderas,
el aire en el rostro, el cielo sobre la cabeza.
Escaleras estrechas, letras en los ascensores.
"Sí, cabemos, nos apretamos".
Intimidad sobre el linóleo despegado;
cebolla, brillantina y heces;
ojos húmedos, furtivos, indiferentes;
cáscaras que se repelen.
Chabolas con suelo de tierra preceden a las paredes de doble papel,
las ratas quedan atrás y debajo;
resbalan en pulidas tuberías de acero
que llevan el gas a quienes viven encogollados sobre ocres barras de hierro
y mueren, sin saberlo,
cerca de las estrellas.
En días muy tristes y, por desgracia, casi indiferentes.
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